ANDERSEN, UN NIÑO POBRE QUE LLEGÓ A SER UN GRAN ESCRITOR
Si hubiéramos paseado por las calles del Copenhague de hace poco más de cien años, nos hubiese sido posible toparnos con dos hombres
que iban a representar dos polos fundamentales para la literatura y la cultura universales.
El primero, filósofo callejero, gustaba pasear por las calles de su ciudad natal. El taciturno Kierkegaard, en compañía de su soledad y de su
gran paraguas, quizá entre ambientes y gentío buscase la solución a sus problemas íntimos y religiosos, o, por el contrario, cada paso que
daba en su vagar significaba una carrera hacia el asentamiento de las bases del existencialismo moderno.
Nuestro segundo hombre lo hubiésemos encontrado en veladas de las casas de
buena sociedad o asistiendo a representaciones en el teatro Real. Nos referimos a Hans Christian Andersen. Dos formas diferentes de
genialidad. El pensamiento de Soren Kierkegaard lo encontramos en las bibliotecas de los eruditos; los cuentos de Andersen tendremos que
buscarlos, quizá con tristeza, en los estantes de los cuartos infantiles.
Aunque sus cuentos están escritos en Copenhague, no debemos de tratar de hallar el corazón de Andersen en la vida del hombre famoso,
alternador de la alta sociedad danesa. Los sentimientos del cisne no son producto de su etapa de belleza y esplendor, sino de sus vivencias
de humillado, <<patito feo>>. Así es cómo tenemos que buscar a Andersen en el principio de de su propio cuento.
Atravesando el estrecho de Belt en un viaje a través del tiempo, llegamos a la isla de Fyun (Fionia), donde en su ciudad más importante,
Odense, nació Andersen el 2 de abril de 1805. En este momento es cuando empieza el cuento de hadas totalmente real del hijo de un
pobre zapatero.
El haber nacido de un padre soñador, que leía a los clásicos, y de una madre vapuleada por las circunstancias es algo decisivo para su
posterior sentir. Por su padre albergó raudales de fantasía y por su madre vio las injusticias de la sociedad de su tiempo, protestando
contra ellas más tarde en su delicado cuento <<Anita la fosforera>>. Andersen niño es de alma delicada, fantasioso, de una
hipersensibilidad poco normal, pero de una enorme energía (cualidades que arrastraría durante toda su vida), con las que superó las más
duras pruebas y desarmó a todos sus contrarios. El propio escritor nos comenta una escena sucedida en un campo: <<Algunos días de otoño
iba mi madre a los campos a recoger las espigas de trigo caídas: yo la acompañaba y me sentía como la bíblica Rut andando por los fertiles
campos de Boa. Un día nos llegamos a un campo donde había un administrador conocido por su maldad: de pronto le vimos venir con un
enorme látigoperrero en la mano. Mi madre y todos los demás se pusieron a correr, yo quise seguirles, pero como solo calzaba unos zuecos,
al tratar de correr los perdí y los rastrojos herían mis pies, por cuya razón no pude correr como los demás y me quedé rezagado y solo. Vi
cómo alzaba el administrador su látigo cuando le miré a la cara y le dije sin querer: "¿Cómo te atreves a pegarme, cuando Dios puede
verlo?", y aquel hombre tan severo, de pronto, se suavizó, me acarició la mejilla, me preguntó cómo me llamaba y me dio unas monedas>>.
<<Yo enseñé el dinero a mi madre, y después solía decir ella a las otras gentes: "¡Mi Hans Christian es un niño curioso! ¡T0d0 el mundo le
quiere bien e incluso ese mal hombre le ha dado dinero!>>. La infancia de Andersen es triste y miserable, pero no lo suficiente para destrozar
su sensible corazón; su fantasía y sus enormes ilusiones pudieron sacar sus pies del fango donde estaban metidos, y le hicieron doctor en la
ciencia de amar y apreciar la vida. Sus cuentos no son otra cosa que una maravillosa visión de los pequeños detalles cotidianos de la vida.
Odense, su ciudad natal, solamente dispuso de catorce años para moldear el alma de nuestro escritor. Este tiempo quizá insuficiente en otro
lugar y circunstancias, es el principal hacedor de su infantil producción literarria: Andersen será siempre fionés en lo más profundo de su alma:
su estilo sonriente, su pluma de temperamento alegre y confiado y de una melodía idiomática, casi cantante, no es otra cosa que el reflejo del
carácter y dialecto de un buen campesino de la isla; de sus bocas se oye que su lengua <<es la que hablan los ángeles en domingo>>.
En el barrio de Odense, donde nació nuestro escritor, se respira un ambiente de irrealidad y, por no decirlo, de cuento. El derroche de color de
sus pequeñas casas como complemento a su pintoresca arquitectura los suelos de piedra dibujada como base del cuadro que contemplamos y
el parque H. C. Andersen, plagado de estatuas como tributo y partido por un río como museo viviente de patos y cisnes para remembrar, nos
hace sentir por momentos que a la vuelta de la esquina vamos a toparnos con la larguirucha figura del hombre que estamos buscando.
¿Es de extrañar que los paisajes y gentes de sus cuentos sean los de Fiona? Leamos el cuento <<Lo que hace mi marido está bien hecho>>
y corroboraremos en que esta historia nunca podría haberse dado en otra parte de Dinamarca, tal es su regionalismo en cuanto a concreción
de carcteres.
Diciéndole a su madre: <<Quiero ser famoso>> salió Andersen para Copenhague, con sus catorce años, en busca de éxitos y fama. Pero su
llegada a la capital es de colores grises, oscuros y sombríos, bien distintos a los de los ambientes que hemos dibujado anteriormente. Pobre
como una rata y con un montón de miserias a su espalda, el futuro genio solo cuenta con un hatillo repleto de ilusiones. ¿Qué decir de esta
época de su vida? Prueba a ser bailarín, cantante, actor, autor de tragedias... cada intento, un fracaso. El solo hecho de soportar estos tres
largos años de calamidades es suficiente para mostrar la fortaleza de espíritu con que Andersen estaba dotado. Pero como en todo cuento
triste, al fin se abre una puerta y en este es el señor Jonas Collin, consejero de estado, quien rompe el candado: a partir de este momento,
Andersen siempre vivirá con la notable familia Collin.
Es en 1835 cuando Andersen encuentra su camino; se han publicado sus primeros cuentos, y de ellos nacerá la inmortalidad. Orsted,
catedrático de la Universidad de Copenhaghe, dice que <<El improvisador>>, pieza teatral, dará la fama a Andersen, pero que sus cuentos
le darán la inmortalidad. A pesar de la incredulidad de Andersen ante las palabras del profesor, sus seiscientos sesenta y ocho cuentos
permanecen y permanecerán vivos por los siglos de los siglos. Cuentos como <<El encendedor de yesca>>, <<La sirenita>>,
<<El soldadito de plomo>>, <<Los cisnes salvajes>>, continuan vibrando en los corazones de muchas personas.
Con los cuentos publicados en 1835, la puerta que un día descerrajó Collin se abre majestuosa ante al escritor.
Sin embargo, su vida interior no la encontrará tan pronto; la estabilidad espiritual no la hallará nunca: ¿Será debido a su mísera vida anterior?
¿A su sensibilidad, que convierte una pequeñez en un mundo? ¿O su falta de afianzamiento social a pesar de ser niño mimado de la alta
sociedad y de las Cortes europeas? En su alma se suceden, como en una interminable cadena, la máxima alegría de vivir y la más negra
desesperación; su humor cambia con la rapidez del rayo; la alegría y la angustia, siempre juntas, no le abandonarán jamás. Su corazón se
siente insaciable de cariño y elogios, puede ser fruto de no encontrar una mujer que le acompañara por el paseo o quizá tortuoso camino
de su vida.
¿Fue la existencia de Andersen un cuento de hadas? En una carta a un amigo, él mismo habla de sus experiencias: <<Mi vida ha sido como un
bello cuento de hadas, opulenta y feliz>>. Oigamos también este otro cuento: <<Hace venticinco años llegué con un pequeño bulto de ropas a
Copenhague. Era yo entonces un niño pobre, un extraño, y hoy he tomado mi chocolate en las habitaciones de la Reina y después he sido
invitado a la mesa real, donde estaba sentado delante de ella y del rey>>, se lee en una carta escrita a Edward Collin, fechada en 1844.
¿Habrá cuento de hadas más maravilloso que éste?
Hay otro cuento, también muy bello e irreal, como debe ser un cuento de hadas; no sabremos expresarlo con la especial prosa que este tipo de
literatura necesita, ya que no está sacado de la pluma de Andersen, sino de la Historia. Más o menos, es la historia de un niño pobre que quiso
ser escritor, y aún en vida, años más tarde, consiguió ver que su obra era traducida a ochenta idiomas, y la más leída después de la Biblia.
¡Esta fue la vida de Andersen! Pero la Historia, quizá superficial en el estudio, no nos habla de la fuerza de voluntad tan impresionante que
necesitó este niño pobre para transformar la fría oscuridad en luz y colorido, o, digamóslo de otra forma, en un bello cuento de hadas.
Es una pena que el inmortal escritor, el 18 de agosto de 1875 en la catedral de Copenhague, no pudiese ver que el Rey Christian IX de
Dinamarca, con los ojos húmedos, no se separó de su féretro. No me atrevo a jurarlo, quizá lo vio, o al menos lo sintió.
Busquemos a Andersen, pero no en las bibliotecas infantiles: su propia vida es la mejor pista. Cuando descubramos que <<El patito feo>>
es uno de los más bellos escritos autobiográficos que han existido, lo demás vendrá rodado. Estaremos cercanos a comprender que tras una
infantil ingenuidad se esconde la más seria y profunda lucha entre una brutal y maravillosa realidad.
© 2017 EDUARDO MOMEÑE y EDUARDO RUIGÓMEZ